THAIS
Dicen que el nombre de una mujer es para ella el sonido más dulce e importante que puede escuchar, debe ser verdad. Con la melodía de esas letras le declararon el amor. En esa palabra se resume toda la historia de sus pasiones. Este distintivo -igual que la vida- lo recibimos. Nos traen al mundo y nos regalan uno para vivir en él. Queda, permanece más allá de la muerte. Es como una fruta. Pelas la cáscara y pruebas diferentes sabores. Cada mujer tiene el suyo...
Thais eran los cinco estigmas que tatuaba en el árbol más alto del parque con mi navaja suiza, cómplice de toda la vida. El viento soplaba los restos de madera.
Y una mirada final, buscando el último detalle de la obra a punto de finalizar, que fue bautizada con su relampagueante presencia: vivaz, lozana, hermosa desde luego, pero con la sencillez que les es ajena a las divas; una adolescente llena de sonrisas y dulces detalles.
Y una mirada final, buscando el último detalle de la obra a punto de finalizar, que fue bautizada con su relampagueante presencia: vivaz, lozana, hermosa desde luego, pero con la sencillez que les es ajena a las divas; una adolescente llena de sonrisas y dulces detalles.
Tanto que de la pura sorpresa me herí dos dedos. Ella no tuvo tiempo de agradecerme, con un beso el tallado, más bien apretó mis dedos sangrantes con su pañuelo primorosamente bordado que olía a ropero de abuela, secó mis lágrimas con la manga tibia de la sudadera de algodón que desprendía olor a detergente y a perfume de precoz mujer fatal. Mientras me secaba los ojos, se me nubló el mundo, imaginaba que era la venda que le colocan a los que van a ser fusilados minutos antes de encenderles su última voluntad: un cigarrillo negro sin filtro que es siempre recibido con un desliz de lengua en los resecos labios. Esa tarde bajo descarga de fusilería, dieron muerte a mi angustiado corazón.
Y... ¿quién sabe? ... Ahora que lo pienso, tal vez le haga falta ese lado perverso, esa puta que todos buscamos cuando alguna mujer atraviesa nuestras vidas. Ese objeto que llene el hueco que dan los deseos. Aunque es posible que con esto dé en sacrificio su pureza y desaparezca la criatura dulce que había deseado... Bueno, qué importa, o tal vez sí. Me debato ahora entre estos dos nombres de mujer, fieles y encarnizadamente prendidos en mí: Thais y el delirio que provoca en mí el tan sólo escuchar ese nombre. Y me doy cuenta entonces de que no existe la mujer perfecta. Sólo en mi mente, quizás sí, por ahí y en espera.
La bombilla del techo con sus 25 inertes watts y a 2.20 metros cabales del suelo, refleja sobre mi cama la luz suficiente para leer al viejo Milton. Los paraísos han desaparecido de mi memoria, mas intento sumergirme en ellos. 1460 días y noches en el sanatorio prueban que soy una persona con ligeros trastornos psicológicos, en resumidas cuentas, en cristiano y en opinión del médico en jefe. Hablar de términos psiquiátricos rebuscados me pone de mal humor y creo que a nadie le interesa. En fin, el examen psiquiátrico probó que puedo ver la calle de nuevo y advertir cómo le ha ido al mundo sin mí.
Mi querido Renault Fuego espera en el garaje bajo la funda de hule deslucida. Ahí, sereno, como la primera vez que lo conocí en el remate de autos usados. Unos cuantos galones en el coleto del motor, que tragaba la gasolina como si fuera Jack Daniels. El encendido, perfecto; revisé la guantera, mis preciados discos seguían allí, el viejo ambientador expelía sándalo, era el único olor que me gustaba respirar en ese fachendoso armatoste negro. La mano derecha en la botella reciclable de Coca Cola, tamaño grande, de oferta. Que dure un buen rato. La mano izquierda en el volante, la mayor parte del tiempo al menos. El pie derecho en el acelerador. Los Cowboy Junkies sonando en el Blaupunkt, desde hace treinta kilómetros y medio. Sigo el rumbo, noche estrellada, las ocho más tres cuartos, calmando el hambre unas buenas salchichas con mostaza y un six-pack para toda la noche. La vista, fija en los dos carriles de autos que van delante, dejando atrás el olor a comida rápida, mas no el neón de los night clubs sembrados en la carretera. Se huele el aroma a carne que expelen las jugosas hamburguesas y las amantes al paso. Muchos autos, cada vez más a estas horas, un sábado, la gente parece tener ganas de tirar el dinero muy pronto.
El viejo Renault Fuego ronronea, sin cambiar la velocidad. Mis ojos se fijan en las dos luces que vienen por el carril contrario de la autopista, más brillantes de lo normal. Un camión trailer, quizás. Muchos camiones en esta carretera, y con demasiadas luces. Algunos parecen árboles de Navidad. Pero sin parar. Y muy cerca, un rugido de motor se oye por encima de “Sweet Jane”, del Renault y del mismo maldito diablo. Y huele, diablos, sí, huele a gasolina, a aceite de motor, a perfume barato y a lujuria. Un pestañeo, una nada, el Renault se sale de la carretera en el último momento, a treinta y tres centímetros de chocar con un cartel brillante de lentejuelas que anuncia un night club: Sodoma, en colores neón. Cuando el alma retorna al cuerpo con la cabeza en el timón, unas ganas incontenibles de orinar, no sé si tanta Coca Cola, o quizás miedo ante esa mole de 18 toneladas y doble eje. Y el intermitente neón en dos tiempos, de azul eléctrico a verde fosforescente.
Como si fuese la noche del fin del mundo entraban desde niños bien con los sacos de apellido italiano al hombro, el celular en la mano y el BMW del padre aparcado en la puerta hasta rudos camioneros en busca de unos tragos y compañía femenina. Inundan el espacio lúdico para aquellas retinas que gustan ver húmedos cuerpos femeninos ejerciendo el arte de desvestirse. El show de odaliscas se había anunciado, inundando el local con la cadencia del jazz sensual. Luces rojas, cascadas artificiales y tapizados imitando pieles de fieras salvajes. Avanzo hacia la barra principal abriéndome paso por toda esta parafernalia kitsch. Marcan el pulso del local, los borrachos solitarios, los muchachos de pelo largo enfundados en casacas de cuero con incrustaciones de metal y botas de motociclista; las camisas añil, corbatas de saldo y medias de impoluto blanco de los petulantes oficinistas. Apostados en los colchones de agua, encaramados en los sillones eróticos y sembrados en los jardines privados. Bailarinas calentando la pértiga, arriba del escenario, otras reptando como leonas en celo, intentando capturar billeteras gruesas de carácter débil que quisieran algo más que un trago. Provocando, semidesnudas o prensadas en algún vestido, convertidas en apetitosas carnadas para que los cardúmenes humanos picaran, dejando buena parte de sus billetes en algún rincón de su ajetreada ropa interior.
A la una de la mañana, sin que nadie se haya transformado en calabaza a las doce, esa animación comienza a acrecentarse. Los niños bien se retiran, lejos del humo, los baby dolls y el perfume dulzón. Hasta ese momento el Sodoma había presentado cinco escenas, con las bailarinas con senos descubiertos y llamativo vestuario con mucho portaligas, correas, botas de tacos altísimos y coreografías que se destacaban por su genuino erotismo. La primera respuesta efectiva del público la provocó el unipersonal titulado "Sex Machine", donde una mulata describió una serie de actividades triple X, sin manifestar cargo de conciencia. Exhibió en pleno su arsenal de movimientos felinos con una carga erótica de las que erizan hasta los vellos de los brazos. Además de sus pechos a la vista, en cierto momento hizo desaparecer de la zona púbica el "hilo dental", dejando descubierto un perfecto triangulo en semiesfera. El público rugía y gritaba los nombres de las seis tórridas danzantes cuando entraron a escena en trajes militares, quedando sólo en botines, listas para el combate cuerpo a cuerpo. Más adelante vino "Lujuria", una coreografía en una gran copa de cristal, pompas de jabón simulaban las burbujas del champagne que explotaban en igual número que las ansias del público, obtuvo rabiosos aplausos.
Luego, el show con mejor puesta en escena: un escenario reducido que dejaba a la vista el cuerpo de una mujer de la cintura para abajo, lo que originó un gran primer plano de sus preciosos muslos y un depilado perfecto. Frente a las sugerencias eróticas de la bella vestida sólo con una luz amarilla, que fueron acentuadas por la música de una trompeta con sordina, hace años que no escuchaba a Miles Davis, el público a través de unos aullidos aprobadores, expresaba su agrado. Bajó de la mesa como por inspiración súbita, después de dar un paso atrás, acomodarse los senos, estudiar la escena con los ojos entrecerrados como una experta en pintura, avanzó, muy cerca de la barra, tomó una botella, que recorrió su cuerpo salvaje. Se la echó en el cuerpo y cuál cascada delirante de placer daba de beber el champagne a quien se atrevía a estar a 30 centímetros de ella y de ese surtidor primorosamente rasurado. El público que no dejaba de corear su nombre: Thais, Thais, Thais...
Media botella más tarde me detuve en los camerinos, encima del dintel una estrella y un nombre que hasta escrito es precioso: Thais. Anuncié mi presencia con tres golpes. Me abrió envuelta en una bata transparente, impregnada aún de brut de contrabando, se alegró de verme y hasta coquetamente me dijo que lucía bien con la barba recortada. Le pedí que pusiera el "Love Songs" de Miles Davis, que acompasó el inquieto ritmo de sus caderas. Escuchamos tres veces el mismo disco. El intermitente encendido de la pantalla del reproductor me despertó, yacía reposando Miles Davis. Me visto, pongo en el estuche mi navaja suiza, retiro el disco de Miles, y salgo del camerino sin despedirme, como solía hacerlo, con un beso de medio lado en la boca.
Atravieso todo el local, en la barra, cojo un Camel de una cajetilla desperdigada, lo enciendo, expulso el humo que nubla casi por completo el Sodoma, y salgo. Ya en el Renault, saco mi libreta de la guantera, tacho el primer renglón de la lista: Thais A, respiro profundamente el olor a sándalo, arranco el motor. Empiezan los acordes de la trompeta del trasnochado Miles, avanzo lentamente por la autopista, quedan todavía 27 Thais más por visitar. El sol asoma lento a lo lejos. Y el solo de la roñosa trompeta languidece...
W i l l y M i r a n d a Q u i r o z - Cajamarca 1970 - Bachiller en Zootecnia, desterrado de la nutrición animal y las practicas pecuarias, labora a caballo entre la terminología del Inglés Técnico y el ciberespacio. A fines de los 90’s e inicios de esta era, participa en a revista literaria “Voces”, de Cajamarca, con unos poemas y un cuento corto. Desistiendo de la poesía y perpetrando narrativa, por demostrar gran respeto por la primera. Tiene una mención honrosa y subsiguiente publicación en un Concurso de Cuentos, pero prefiere no hablar de eso. Reside en Cajamarca, aunque por momentos parece vivir en la Luna, frente al Mar de las Lluvias, con sus demonios internos, el síndrome de la hoja en blanco, sus libros y maniáticamente dando goce a sus tímpanos con registros sonoros desde Compay Segundo hasta Tom Waits.
W i l l y M i r a n d a Q u i r o z - Cajamarca 1970 - Bachiller en Zootecnia, desterrado de la nutrición animal y las practicas pecuarias, labora a caballo entre la terminología del Inglés Técnico y el ciberespacio. A fines de los 90’s e inicios de esta era, participa en a revista literaria “Voces”, de Cajamarca, con unos poemas y un cuento corto. Desistiendo de la poesía y perpetrando narrativa, por demostrar gran respeto por la primera. Tiene una mención honrosa y subsiguiente publicación en un Concurso de Cuentos, pero prefiere no hablar de eso. Reside en Cajamarca, aunque por momentos parece vivir en la Luna, frente al Mar de las Lluvias, con sus demonios internos, el síndrome de la hoja en blanco, sus libros y maniáticamente dando goce a sus tímpanos con registros sonoros desde Compay Segundo hasta Tom Waits.
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