EL PATIO AZUL

Blog del Círculo literario EL PATIO AZUL, en él encontrarás poesía de variada temática, lo social se funde con lo metafísico y aparece reflejado en una filosofía que flota en cada verso. También la narrativa se desliza breve, con talento y sensibilidad.

Tuesday, June 13, 2006

EL ULTIMO DUENDE/ Jaime Abanto Padilla/







José echó a correr. Había encontrado junto al pozo, un diminuto hombrecito de sombrero rojo. Aquella historia fantástica que el viejo Herminio una vez le contó, se había tornado en una increíble realidad. No, no puede ser cierto, aquel hombrecito no existe; es sólo el resultado de un espejismo, el sol está muy fuerte esta mañana, pensó.
José estaba alelado, apenas podía dominar su miedo. Sin embargo quiso convencerse y escondiéndose entre los maíces, se fue acercando lentamente hasta el viejo pozo, evitando las hojas secas y hasta el agitado sonido de su respiración; no había más ruido que el melancólico lamento del viento. Claramente podía oír los acelerados latidos de su corazón. Despacio... paso a paso hasta llegar al saúco. Tras él aparecería el pozo.
-¿Seguirá el duende ahí?-
- ¿Y si me encanta?-
- ¿Y si me ahoga en el pozo?- se preguntaba temeroso.
Fue estirando el cuello, despacio, con un movimiento casi imperceptible, tardó mucho en aparecer. Sus negros cabellos primero, su frente, sus cejas ralas, despacio... fueron apareciendo sus ojos. Tenía sus pupilas turbadas, sus ojos tenían un aspecto vidrioso, enormes, abiertos al máximo, dispuestos a captar toda imagen y movimiento.
Dios mío! ¡no me equivoqué!- -¡no fue un espejismo no fue el sol! –
En la pirca del pozo, meditabundo, ajeno al mundo que lo rodeaba, se hallaba un diminuto hombrecito inmóvil. Tan pequeño como un dedo meñique.
José no podía creerlo, se limpió los ojos una y otra vez y aquel hombrecito seguía sentado, sumergido en sus pensamientos.
José distinguía nítidamente cada detalle de la indumentaria de aquel minúsculo hombrecito; vestía un traje verde ceñido perfectamente a su cuerpo, unas botas que parecían ser de cuero; tenía la piel blanca y los cabellos canos, que contrastaban con su tupida barba y sobre la cabecita de aquel ser tan particular y regordete había un sombrero rojo que le hacía sombra a su blanquecino rostro.
Que extraño, el abuelo le había dicho que los duendes no podían estar mucho tiempo bajo el sol, y este en cambio ya llevaba buen rato expuesto al sol.
De repente, aquel hombrecito se había recostado en la pirca, pudiendo apreciársele en toda su magnitud; no debería medir más de cinco centímetros, era tan pequeño y tan extraño.
José lo miraba sin hacer ruido, parecía que por fin se había quedado dormido, estaba tan quieto que parecía una piedra, esta vez el sol le llegaba en el rostro, por lo que José pudo ver desde su escondite sus rubias pestañas que brillaban como el oro.
Está dormido, ¿y si lo llevo para que lo vea el abuelo?, no, mejor traeré al abuelo, pero si el duende se marcha, mejor lo llevaré con el abuelo.-
Nuevamente José se acercaba hasta el diminuto hombrecito sin hacer el menor ruido, pisaba el suelo con la más sutil delicadeza economizando hasta el más mínimo movimiento.
Era increíble tenía frente a él a un verdadero duende tendido sobre una piedra, acercó su mano hasta tomar al pequeño entre sus dedos.
Pero... ¿Qué sucede?, no se ha despertado- . Le dio un jalón de su verdusco traje y el hombrecito seguía inmóvil, tan quieto como una roca.
¡Está muerto! – Gritó José con Angustia, tomó el camino de regreso apresuradamente, tenía ansiedad por llegar hasta la casa. Qué lejos le parecía ahora, apenas apareció ante él la ancha pared de la casona empezó a gritar desesperado.
- ¡Abuelo! - -¡Abuelo!-
El abuelo corrió hasta la puerta sobresaltado, al oír los gritos desesperados de su nieto.
-¿es que te has vuelto loco?-
-¡Abuelo!- -¡Abuelo!- mire esto, explicó mientras extendía la palma de su mano
es un duende que se durmió en la pirca del pozo-
- ¿Qué tonterías dices?- Respondió el abuelo incrédulo a las afirmaciones del mozalbete.
Todo ese escepticismo se envolvió de silencio de repente, cuando José le extendió la mano con el pequeño hombrecito en ella.
Aquel anciano no podía dar crédito a lo que veía, era un hombre tan pequeño que hasta tuvo miedo de tomarlo entre sus dedos. El viejo estaba mudo, perplejo, tratando de ordenar cada idea, hasta poder entender lo que estaba sucediendo.
- Lo encontré en el pozo, tomaba el sol y luego se recostó en la pirca-
Que extraño, los duendes no pueden permanecer mucho tiempo en el sol, y al contrario prefieren los lugares oscuros- repuso el anciano quien había escuchado lo mismo de su padre y su abuelo, cuando le solían contar historias sobre tan singulares hombrecitos.
Tal vez le haga falta un poco de agua- murmuró mientras lo tendía en la mesa y con una cuchara le derramaba agua fresca en su pequeño rostro.
El hombrecito se reanimaba, tenía los ojos cerrados, sus pestañas empezaron a vibrar, sus pequeños labios se estaban moviendo. Estaba hablando. Ambos se acercaron aún más para poder escuchar aquellas palabras.
-Todos se han ido, ya no queda nada-
Un silencio pausado por murmullos leves y sin sentido continuaron. Habían pasado dos horas de esas palabras, cuando el hombrecito se incorporó atolondradamente como despertando de un mal sueño, de una horrible pesadilla.
Una mirada inquisitiva se clavó en los ojos de los dos espectadores, el hombrecito se había dado cuenta que estaba en poder de ese par de humanos, sin embargo, parecía resignado.
-¡Maldito sea el que me trajo aquí y no me dejó morir!- gritó con indignación.
El abuelo y su nieto se miraron sin atinar a decir nada. El pequeñín había hablado y estaba furioso.
-¿quién de ustedes cometió tremenda imprudencia?- indagó el hombrecito dirigiéndose al niño y al anciano que lo miraban sin alcanzar a comprenderlo.
-Se ha vuelto loco, tal vez es un pequeño demonio al que le quitamos la oportunidad de regresar a su infierno, ¿estará borracho? ¿acaso los duendes beben?-
-Disculpe usted pequeño amigo- se dirigió el viejo al duende. -Pero creo que usted es un mal agradecido o un orate sin sentido.
-Te atreves a llamarme loco, desdichado vejestorio, después de negarme la oportunidad de morir-
-Eso es lo que no entiendo diminuto buscapleitos, te hemos salvado de que mueras por el efecto de ese sol al que ustedes no pueden soportar por mucho tiempo; y nos llamas imprudentes- -¿cuál es la razón para que un hombrecito como tú busque acabar con su vida?-
Un gran silencio invadió el ambiente, el hombrecito se había callado, no respondía, tenía la mirada extraviada, una lágrima se deslizó por su mejilla hasta perderse en su pequeño traje. Estaba llorando.
-Oh, lo siento discúlpame, he sido un imprudente-se disculpó el anciano
-No, no hay nada que disculpar, soy yo quien se debe disculpar, por llamarle vejestorio e imprudente, en vez de dar gracias, por salvarme la vida-.
-Un silencio ligero nuevamente interrumpió la charla-
-Soy el último duende de una gran población. Vivíamos felices en el cerro más alto, hasta que un día se oyó una gran explosión, enorme... murieron muchos, cientos de mis hermanos aplastados por las rocas, fue el hombre quien causó toda esa explosión, buscadores de oro que abrían una mina que luego de unos años abandonaron. Entonces nos fuimos al bosque, mucho tiempo vivimos ahí, entre el aire fresco de grandes robles y hierba verde, hasta que el hombre llegó y fue cortando cada tronco hasta convertir el bosque en un lugar podado por la muerte, ni los pájaros se quedaron ni se oyó más el viento. Un día lo poco que quedaba de aquel verde bosque fue incendiado y con él nuestras secretas moradas y sus habitantes; murieron casi todos, quedamos sólo algunos. Era entonces el bosque un gran carbón que daba miedo mirarlo. Fue horrible, los pocos que quedamos buscamos el campo, donde vivimos por algunos años, compartiendo el campo con los hermanos sapos, los hermanos gusanos, las hermanas hojas, la hermana tierra; hasta que un día llegó el mal hermano, el hombre, y en su afán de sacar oro de la tierra contaminó el agua con sustancias desconocidas y uno a uno murieron mis últimos hermanos, fui el único desdichado que se quedó con vida. Cuando los hallé a todos muertos quise morir yo también, fue entonces cuando pensé en el sol, sería él quien acabaría con mi pena. Pero llegaron ustedes, y ahora estoy aquí recordando lo que la vida y el hombre me quitó-

Con un suspiro concluyó el hombrecito mientras se limpiaba las lágrimas que humedecían su rostro. Había sido injusta la vida con él; tenía una sombra de tristeza en su mirada.
¡Cuánto lo siento hombrecito, lo siento de veras... Pero no es bueno que seas tú el que disponga de tu vida, debe ser Dios quien lo haga y para que te convenzas te leeré un pequeño párrafo de este gran libro que se llama la Biblia-.
¿Acaso me consideras un ignorante?, he leído la Biblia más veces de las que tú puedas imaginar-. Protesto el pequeñín
- ¡Increíble! ¿Sabes acaso leer?- Interrogo el anciano con sorpresa.
- ¡maldición! ¿Acaso tengo la cara de un analfabeto?- He leído más libros de los que tú puedas leer en toda tu existencia. Shakespeare, Moliere, Cervantes, Homero-.
Pues bien ¿entonces que sucede contigo?, si leíste la Biblia parece que no entendiste absolutamente nada.
La entendí perfectamente... sólo que no es fácil resignarse a veces-.
Nada es fácil pequeño amigo, sin embargo veo que eres fuerte y que no volverás a intentar una cosa semejante, apeló el viejo Herminio pasándole el índice por los diminutos y escasos cabellos del hombrecito.
El pequeño duende tenía la mirada fija en el vacío, se había callado nuevamente.
-¡Juguemos ajedrez!- interrumpió el hombrecito, dirigiéndose hacia el tablero que se hallaba perfectamente instalado a su lado, en la misma mesa en la que él se hallaba. El pequeño José miraba asombrado al abuelo.
-¡No me diga que usted sabe jugar al ajedrez!- Exclamó el niño con enorme admiración.
- ¡Bah- Dijo el duendecillo haciendo un gesto de petulancia – Lo aprendí hace tres siglos, cuando un grupo de españoles jugaba en la vieja casona en la que vivíamos-. Agregó mientras se paseaba por el tablero recorriendo cada una de las casillas, examinando cada pieza, era tan pequeño que apenas le ganaba en altura a un peón.
- ¡que corcel tan original!- concluyó, refiriéndose al caballo que parecía tener vida.
- Necesito subirme a algo para tener una visión adecuada- protestó luego el hombrecito, a lo que el abuelo respondió trayéndole tres grandes libros a los que apiló para luego hacerle subir sobre ellos..
Bien. Así está mejor. ¿estás listo para perder?- preguntó con ironía el hombrecito. El viejo Herminio lo miraba por entre sus tupidas cejas mientras limpiaba cuidadosamente sus anteojos.
Bien, bien, mueve el peón de rey a la casilla cuarta, por favor - señaló el duende que había tomado las piezas blancas.
Y cómo se llama nuestro pequeño amigo?- inquirió el viejo mientras realizaba los primeros movimientos.
-Francisco, Francisco es mi nombre- repitió el hombrecito muy concentrado - ¿ y el tuyo?
-Herminio y el de mi nieto es José-
-¡Herminio! Ja, ja, ja que gracioso nombre-
De hecho aquel pequeño ser no era muy amable. La partida continuó sin más interrupciones que las que hacía el duendecillo para cantar sus jugadas, las que el viejo Herminio ejecutaba con inmutable precisión.
De repente el silencio y la quietud del ambiente fueron quebrados por una risita singular y contagiosa.
-¡Mate! - Ja ja ja ¡qué manera tan ridícula de perder!- Repuso el duende que había ganado la partida sin problemas. Herminio tenía la mirada fija en el tablero, contemplando tan humillante derrota. Se había puesto rojo, tan rojo como el sombrero de francisco, el duende.
No debiste tomar el corcel, caíste en una típica celada, en la misma que cayó Almagro cuando jugaba con Pizarro-
- ¿Es que tú los conociste acaso? Inquirió desconcertado el abuelo.
Claro que sí, pude ver a los conquistadores desde el techo de la casa en que ellos jugaban, eso fue hace mucho tiempo, estaban de paso por aquel lugar, fue una gran lección. Recuerdo que Almagro se puso furioso y sacó un objeto de oro y se lo dio a Pizarro. Era un choclo hermoso, todo de oro, brillaba como el sol. Deben ustedes saber que nosotros los duendes, vivimos muchos años, siglos, hasta cinco siglos.- prosiguió
-¿Y luego qué? – preguntó José impaciente.
Luego de los cinco siglos todo acaba, es como un sueño del que ya no despertamos jamás-
-¿Y cuantos años tiene Usted?- inquirió de nuevo el niño.
El hombrecito pensó un momento y fingió luego una sonrisa.
No moriré aún, sólo tengo trescientos años- dijo con una tristeza escondida tras su sonrisa al mismo tiempo que balanceaba sus piernecitas como si fueran el péndulo de un viejo reloj. Así nació una gran amistad entre aquel trío tan desigual. Un duende, un anciano, y un niño. El pequeñín vivió desde entonces junto a ellos, ellos a su vez aprendieron mucho del hombrecito tan sabio y tan culto, de hecho era una eminencia en letras y en casi todas las ciencias.
Una mañana llegó noviembre, estaba más frío y más triste que de costumbre. El cielo estaba colmado de densas nubes que ennegrecían la atmósfera dándole un tono triste. El viejo Herminio se levantó tan contento como de costumbre cuando una vocecita lo llamó muy bajito.
-Herminio, viejo-Herminio se acercó presuroso hasta la pequeña cajita llena de algodón en la que dormía el pequeño duende.
-Hoy cumplo años, viejo- murmuró el hombrecito débilmente, recostado en su lecho.
-¡Grandioso, grandioso, festejémoslo!- repuso el viejo Herminio emocionado.
-¿Es que no entiendes acaso?-
-Hoy es mi último cumpleaños-
-Hoy he cumplido los quinientos- sentenció con tranquilidad el duende.
-Pero si tú...- titubeo el anciano con ternura
-Sí, sí, te dije que tenía trescientos- interrumpió-Pero es que no quería decirles la verdad, hasta que llegara el momento. Y el momento ha llegado-
Un manantial de lágrimas brotó de los ojos del viejo Herminio, el niño aún dormía. El pequeño hombrecito cerró los ojos y dio un suspiro tan sublime como el viento del alba. Su rostro estaba extrañamente sonrosado en ese día. Afuera la lluvia caía.
 

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