EL PATIO AZUL

Blog del Círculo literario EL PATIO AZUL, en él encontrarás poesía de variada temática, lo social se funde con lo metafísico y aparece reflejado en una filosofía que flota en cada verso. También la narrativa se desliza breve, con talento y sensibilidad.

Tuesday, June 13, 2006

FLORIPONDIO / Jaime Abanto Padilla





Germán había crecido pensando que los gatos y las tías eran la realización de los seres humanos. Llegó a pensar que después de ser niño se convertiría en una vieja renegona y posteriormente en un gato para finalmente acabar convertido en un árbol de Floripondio. Y creía que la vida era así porque a sus once años su vida estaba marcada por un puñado de tías vetustas que le daban un cariño singular. Algunas veces lo utilizaban para los mandados a tiendas cercanas y otras para limpiar y refregar los pisos. No lo querían mucho. Pero sí amaban a sus gatos, felinos bien cuidados que recibían todas las atenciones de sus amas, eran tres gatos los que colmaban su existencia, no eran de raza. El infortunio para Germán y la buena fortuna para los felinos les habían hecho caer en esa morada donde encontraron todas las comodidades para establecer su hogar. Finalmente el Floripondio, árbol frondoso de aspecto greñoso y descuidado pero de irresistible perfume, cada día puntual a las cinco de la tarde como mágico sortilegio emanaba su clamoroso perfume, aroma que a esa hora se convertía en un canto de sirenas, ese perfume llamaba a las tías con un mudo lenguaje, ellas puntuales despercudían sus tejidos del día anterior y sentadas en las bancas de su jardín empezaban a aspirar ese denso perfume que las inundaba de felicidad.
Una de ellas cierta mañana llegó del mercado con un loro en una cesta, desde entonces el animal empezó a habitar la vieja casona. Mordía las hojas del árbol con timidez al principio, finalmente mordió una flor una noche, descubriendo con sorpresa las propiedades de aquella roja campanilla. Empezó a reír con las alas abiertas hasta caer de la copa del árbol al suave césped, ese fue el inicio de la debacle, de su caída brusca y vertiginosa, del destierro definitivo. . Luego de descubrir el alucinógeno efecto que este le producía, subía a él todos los días a comerse las flores y profería chillidos escandalosos y horrendos. Germán lo contemplaba con entusiasmo, en silencio, con una complicidad ornitológica, nunca le pareció prudente ni necesario comunicar el hecho a las tías o a su madre. A veces en la soledad de los domingos por la tarde, cuando la casa se quedaba vacía por el éxodo de sus habitantes a la misa, Germán y el loro compartían las rojas campanillas del floripondio y ambos reían desconsolados con los ojos desorbitados y amarillos, enfermos de reír. El loro entonces se sentía un mamífero, cuadrúpedo, un humano feliz. Germán se sentía un ave trepadora y en su mente escalaba cada recoveco del árbol hasta llegar a la cima para volver al suelo en un lento descenso de audaces caídas. Los gatos desde su soledad los contemplaban con pasmo, envidiando esa fugaz felicidad que los inundaba.

Un día cuando Germán fue al colegio el loro trepó al árbol con parcimonia hasta llegar a devorar una flor para luego entrar en trance y empezó el bullicio, sus neuronas en ebullición; fatalmente aquella tarde fue descubierta por la tía Genara, la más cucufata y moralista, la más escandalosa y cruel. Cruel también fue el castigo al que el lorito fue sometido. Fue sumergido en una tina de agua helada, el castigo fue público en la casona, los gatos paseaban inquietos observando de reojo el desenlace de la tragedia del loro fumón y drogadicto. Las tías lanzaban anatemas y sermones al ave pecadora que podía acarrear la desgracia a la familia entera por tan reprochable conducta. La Santa Inquisición, quedaba corta ante el cuadro dibujado por la ira y el temor aquella tarde de agonía.

Cuando Germán regresó a casa el loro estaba aturdido en un rincón de la entrada, temeroso y triste, su verde plumaje húmedo y revuelto lo mostraba como un guiñapo ridículo y abatido, era la imagen de un espantapájaros más que la de un pájaro multicolor. Las tías pusieron a Germán al tanto de la infamia mientras cenaban. Él no dijo nada, no podía confesarles que compartía esa secreta afición y optó por el silencio, mientras su conciencia le mostraba sobre la sopa el reflejo de aquellos días de interminable felicidad masticando esas dulces flores.

Desde entonces ambos fueron más cautelosos. Las reuniones para inhalar el perfume del pecado se convirtieron en nocturnas cenas florales después de la media noche, cuando todos en la casa dormían y los ronquidos se apoderaban de la soledad de los pasillos que conducían al jardín. Germán cruzaba el umbral de su habitación y en la oscuridad tenue de una bóveda estrellada se reunía con el ave a los pies del floripondio. Una noche inhalaron hasta el amanecer. Fueron despertados de su somnolencia por los primeros rayos del sol con el tiempo apenas suficiente para ocultarse y disimular su malestar. Sin embargo cuando Germán partió a la escuela el loro con la resaca volvió a las andadas y confundido entre las ramas del alucinógeno árbol continuó con la juerga hasta caer pesadamente del árbol, con tan mala suerte que lo hizo encima de uno de los gatos, dándole a éste la oportunidad por tanto tiempo anhelada para delatarlo de la manera más vil. El felino profirió un grito aterrador que llamó la atención de las viejas y el loro fue descubierto una vez más con la mirada desorbitada y la felicidad anidada en el interior de su alma. Esta vez el loro fue víctima de una golpiza que apenas pudo sentir por el estado en que se hallaba.

El loro fue conducido a la sala de la casa, lugar que siempre le había sido negado. Vagamente pudo ver el piso alfombrado de rojo, la inmensa lámpara que iluminaba el recinto y un olor a cedro que perfumaba el ambiente. El lorito concebía la escena como parte de su alucinación y sus chillidos felices delataban su perturbación, su goce secreto hecho público, su desgano a la vida y a las normas impuestas en ese mundo de señoritas al que no había pedido que lo llevaran.
-Loro maldito- dijo Genara con las venas dilatas por la ira – Es un mal ejemplo para mis gatos, mis mininos- Secundó Arnaldita, la más vieja de ellas –Debemos llevarlo al veterinario y que le pongan una inyección para que muera- Sentenció con frialdad Lina, la más malvada y cruel de todas ellas. El loro chilló con un graznido de espanto que alcanzó hasta las casa vecinas. Si se hubiera tratado de Gaspar, el macho felino que servía a sus gatunas mascotas lo hubieran atemorizado con cortarles las testes, pero tratándose de un pajarraco esa amenaza hubiera sido inútil, no hubiera causado ningún efecto, por ello la sentencia era cruel.

Sin embargo no llego a cumplir la fatal promesa. Pero el ave fue desterrada para siempre, obsequiada a una familia amiga que no poseía un árbol de floripondio. Los primeros días el loro desesperado en la soledad de nueva vivienda lanzaba graznidos desesperados y casi humanos, después en contados días su mirada se marchitó y su cuerpo tembloroso empezó a morir. Una mañana amaneció muerto sobre el frío cemento del pequeño patio que lo recluía, sólo así volvió a ser libre.

Cierto día cuando las tías viejas de Germán empezaron a sospechar que este se había vuelto un extraño vegetariano al descubrir unas flores de Floripondio en sus bolsillos cuando estaban a punto de lavar sus pantalones, prefirieron no correr riesgos y llevaron a un jardinero para que corte el viejo árbol de floripondio que las había visto crecer y envejecer en esa casa antigua, árbol que además les había brindado su perfume por más de treinta años, aroma que las hacía silbar, cantar y reír, cada día a las cinco de la tarde. Y un serrucho mutiló la vida del árbol en pocos minutos. Extrañamente desde aquel día las viejas cayeron en el desgano, las tardes no volvieron a ser las mismas como cuando el floripondio exhalaba su aroma y las colmaba de alegría de extraña y olorosa alegría.

La casa nunca volvió a ser la misma. Pero su sospecha inicial fue descubierta tarde. Ya Germán robaba campanillas de Floripondio por las noches de los parques cercanos y también ellas empezaron a salir por las tardes de casa a los parques vecinos, a sentarse en sus bancas para sonreír y también para aspirar esa exhalación dulce que de ellos brotaba. Reían, reían mucho como el loro, como el difunto lorito que hoy a lado de su Floripondio reían desde una dimensión desconocida puesto que ahora formaban la materia etérea, de una vida distinta, de la otra vida.

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