EL PATIO AZUL

Blog del Círculo literario EL PATIO AZUL, en él encontrarás poesía de variada temática, lo social se funde con lo metafísico y aparece reflejado en una filosofía que flota en cada verso. También la narrativa se desliza breve, con talento y sensibilidad.

Tuesday, November 28, 2006

El lago del celular perdido


Por: Jaime Bayly

Solía jactarme de no llevar conmigo un teléfono celular, hasta que las mediocres circunstancias que rodean mi vida me obligaron a traicionarme una vez más y comprar un celular en Miami para atender los asuntos siempre urgentes –y casi siempre irrelevantes– del programa de televisión que presento en esa ciudad. Compré un aparato caro y sofisticado, ultraliviano, de color negro, con un número de funciones que nunca sería capaz de comprender, y, a pesar de la insistencia de la vendedora venezolana, me negué a firmar un contrato con la compañía. Preferí adquirir el teléfono, cargarlo con una tarjeta de cien dólares y continuar usando esa modalidad, la de comprar tarjetas cuando el crédito estuviese por expirar, pues ese sistema, conocido como “prepago”, me concedió el dudoso placer, en medio de la vergüenza y el fastidio que me asaltaron al convertirme en un rehén más de la cultura celular, de sentirme algo menos prisionero.
Me resultó enormemente difícil elegir el tono musical que debía sonar cuando me llamasen, la imagen que serviría como telón de fondo en la pantalla, el idioma en que aparecerían las palabras (estuve tentado de usar el mandarín) y el nombre del usuario (siempre me ha parecido que Jaime es un nombre chato, seco, desangelado, pusilánime, lo que por otra parte me hace justicia y revela cuán perspicaces fueron mis padres en adivinar mi carácter). Semanas después, llegué con mis dos hijas a Buenos Aires un martes de primavera.
El viaje consistió en dos tramos que duraron casi lo mismo: Lima-Buenos Aires, en avión, y Ezeiza-San Isidro, en taxi, por la avenida general Paz, a las siete y media de la mañana. Esa tarde, tras descansar unas horas, fuimos caminando a una tienda de telefonía móvil y compramos un “chip” que nos permitiese usar mi celular también en Buenos Aires, con un número local y cargándolo con tarjetas. Al salir de la tienda con mi celular activado, me sentí socio de Microsoft o de Google o de Youtube. Me maravilló que mi vida hubiese dado ese salto tecnológico alucinante.
Luego llamé a mi productor en Miami, me contó apesadumbrado que una entrevista que dejé grabada había salido sin audio, provocando la comprensible indignación del público, y recordé las minúsculas, bochornosas dimensiones de mi existencia. Del mismo modo que en Miami, sólo usaba el celular en Buenos Aires cuando era estrictamente inevitable, pulsando la tecla de altavoz y alejándolo todo lo que fuese posible de mi cabeza, pues estaba convencido de que las ondas que irradiaba ese adminículo impertinente me provocaban dolores de cabeza, a menos que usara el altavoz y lo mantuviese a cierta distancia de mis orejas. El jueves, día de acción de gracias, mis hijas y yo fuimos a los bosques de Palermo, caminamos por el rosedal y decidimos dar un paseo en bote por el lago de aguas verdosas. Tras pagar quince pesos y embutirnos en unos chalecos rojos salvavidas, subimos al botecito de madera y empezamos a remar con tanta torpeza como alegría.
Fue un momento de intensa felicidad, quizá el mejor recuerdo que guardo ahora de aquel viaje. Nos hicimos fotos cegados por el sol de la tarde, alimentamos con dos alfajores Jorgito a un pato feo y encantador, remamos chapuceramente a ninguna parte, las niñas dijeron vulgaridades espléndidas que me hicieron reír y, cuando nos cansamos de remar, dejamos que las aguas mansas se ocupasen de mecer el precario botecito, mientras mi hija mayor me pedía que viniésemos a vivir un tiempo a Buenos Aires. Luego volvimos al muelle con ganas de tomar un helado. Mis hijas bajaron con agilidad, tomadas de la mano por el administrador del negocio. Cuando llegó mi turno, me puse de pie, el bote se encabritó un poco, hamacándose peligrosamente, y conseguí dar un salto al muelle. Al hacerlo, algo se deslizó del bolsillo de mi pantalón, rebotó en el filo mismo del muelle y, caprichosamente, pudiendo haber quedado de nuestro lado, sobre los tablones de madera, cayó al agua ante la mirada atónita de mis hijas. -¡Tu celular, papi! –gritaron. Pero ya era tarde. El aparato negro se hundió de inmediato en esas aguas densas, misteriosas, y desapareció para siempre.
-Un celular más que se cae al lago –dijo el administrador–. No sabés cuántos he visto hundirse. Debe haber como mil allá abajo. Mis hijas lamentaron el incidente, me llenaron de mimos y prometieron que me regalarían un celular nuevo, pero yo me sentía extrañamente aliviado y feliz, como si el destino o el azar o algún designio superior hubiese obrado un pequeño y oportuno milagro, el de arrebatarme suavemente ese aparato innecesario, recordándome las ventajas del silencio y, de paso, restaurando una cierta armonía que el celular, con sus constantes interrupciones, había quebrado. -No volveré a comprar un celular –dije, mientras comíamos helados a la sombra–. He comprendido el mensaje del lago. -Eres un tonto –me dijo mi hija mayor–. No hay ningún mensaje. Se te cayó porque no lo guardaste bien. No le eches la culpa al lago.
Al final de la tarde, fuimos a los cines de la esquina de las calles Bulnes y Beruti, vimos una película alemana sobre una joven que enfrentó a los nazis y murió en la guillotina y luego, para celebrar el día de acción de gracias, cenamos pavo con puré en un hotel muy elegante, rodeados de comensales que hablaban en inglés y cuidaban con celo sus carteras y reían escandalosamente. Como era el día de dar gracias, pensé que debía agradecer a quien correspondiese por haberme privado de seguir padeciendo la minuciosa tortura del celular. Al llegar a casa, pasada la medianoche, había un mensaje de la madre de mis hijas en el contestador. Decía que la salud de mi padre había empeorado, que a duras penas podía hablar, que estaba allí en la clínica con él llamándome para que hablásemos un ratito, que me había llamado varias veces al celular pero nadie contestaba, que por favor llamase de vuelta porque mi padre quería hablar conmigo y no quedaba mucho tiempo. El lago de Palermo se tragó esa conversación, que pudo ser la última.

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