EL PATIO AZUL

Blog del Círculo literario EL PATIO AZUL, en él encontrarás poesía de variada temática, lo social se funde con lo metafísico y aparece reflejado en una filosofía que flota en cada verso. También la narrativa se desliza breve, con talento y sensibilidad.

Wednesday, December 27, 2006

La ropa del otro


Por: Jaime Bayly


Llegando a Buenos Aires, voy a cenar con María. Esa tarde, agotado por el viaje, he dormido una siesta y soñado con ella. Aunque ha pasado bastante tiempo sin que me acueste con una mujer, soñé que hacíamos el amor. En realidad, nunca he tenido esa clase de intimidad con ella y me temo que nunca la tendré. María estuvo casada con un hombre muy rico, del que se divorció (sin pedirle dinero, un detalle que la enaltece) porque se aburría con él. No tiene hijos, es rubia y delgada, de risa fácil, y acaba de cumplir treinta años. Yo no sé si la deseo o si deseo ser ella o si ambas cosas son posibles a la vez. No hace mucho le regalé una novela con una dedicatoria cursi: “Para María, la mujer que no pude ser”. Aunque lo disimula bien, María está triste porque su novio la ha dejado cuando ya habían comprado un departamento (en realidad lo compró ella) y tenían planes de casarse.
Hace dos meses, el novio, Lucas, un joven encantador, desapareció de su vida sin decir palabra, al parecer porque ella le pidió que se comprometiera a casarse, y desde entonces no ha llamado, no ha escrito, no ha contestado los correos de María y ni siquiera ha pasado por el departamento para llevarse su ropa. María ha decidido irse a vivir a Madrid. Se irá después de las fiestas. Ya alquiló un piso en Malasaña. Dice que necesita vivir la aventura española y olvidarse de Lucas. Pero hay un problema: no sabe qué hacer con toda la ropa que él dejó, que no es poca, porque el muchacho era un dandy. Con una serenidad que tal vez proviene de su sangre austríaca o (más probablemente) del vino que hemos bebido, María me dice que la ropa de Lucas quedará pulcramente ordenada y colgada en su casa, y que si él reaparece y reclama dicha ropa, ella le contestará desde Madrid que tendrá que esperar a que vuelva a Buenos Aires para recuperarla. Le digo que, en cualquier caso, debemos evitar un desenlace tropical que consista en arrojar la ropa por la ventana, quemarla, rasgarla o enviársela en valijas con una nota despechada. Ella, que es tan elegante, no podría estar más de acuerdo.
Al salir del restaurante, le cuento que esa tarde soñé con ella y se ríe halagada y me abraza y dice que le encanta ser parte de mis sueños. Pero cuando llegamos a la puerta del edificio y le digo si quiere subir a tomar una copa, ella, muy sabia, muy previsora, me dice que ya es tarde, que mejor se va a su casa, y yo me quedo sin María y sin la ropa de Lucas (que en algún momento pensé que ella podría regalarme).
La noche siguiente, Nico viene al departamento a fumarse un porro. Nico es un muchacho estupendo. Me gusta que fume porros y me cuente su vida. Yo no lo acompaño porque la marihuana me da dolor de cabeza al día siguiente, aunque, en realidad, todo me da dolor de cabeza al día siguiente, incluso si no hago nada. Nico ha renunciado a su trabajo y se va a vivir a Bariloche. Está dolido y furioso con Tamara, su novia, porque descubrió que se acostaba con otro. Al principio, ella lo negó, pero, ante las evidencias, terminó admitiéndolo. Dice que no pudo evitarlo, que tuvo una “conexión mística” con ese hombre. “Conexión mística, las pelotas”, dice Nico, y luego me cuenta que fue a encarar al tipo que se acostó con Tamara, porque lo conoce, trabaja en un quiosco. Nico llevó todas las monedas de diez centavos que tenía, que eran como treinta, y se las dio a su enemigo y le pidió caramelos, unos caramelos chiquitos de tres por diez centavos, y se quedó mirándolo fijamente. “Si me decía algo, le partía la cara”, me cuenta, los ojos chinos, los brazos todavía tatuados con el nombre de la mujer que lo traicionó. Pero el tipo del quiosco contó las monedas, contó los caramelos, le dio como noventa caramelos y no dijo una palabra. “Lo cagué”, dice Nico. Lo peor vino entonces. Antes de irse con los caramelos, Nico advirtió que su enemigo tenía puesta una camiseta que se le había perdido. “Estoy seguro que era mi remera. Tamara me la robó y se la regaló”, dice, derrotado. Le digo que podía ser una camiseta igual, que quizá era una desafortunada coincidencia. “Imposible. Era mi remera. Nunca la voy a perdonar a Tamara”, se enfurece. Extrañamente, Nico está furioso con Tamara y dice que no la perdonará, pero, una vez por semana, la lleva a esos hoteles de decoración rococó donde las parejas se aman furtivamente y, quizá para vengarse, quizá para humillarla, se entrega a unas sesiones de sexo con ella en las que se entremezclan la rabia, el deseo, el despecho y lo que quedó del amor. Después se quedan en silencio y comen los caramelos de tres por diez centavos que le vendió el tipo del quiosco que llevaba puesta su camiseta. Unos días después, en vísperas de Navidad, voy caminando por la calle y un hombre me saluda y me ofrece unas camisetas que ha desplegado sobre una mesa, allí en la calle, en plena 25 de mayo, en el corazón de San Isidro. “Las mejores son las Lacoste”, me informa. Cuestan treinta pesos. “Son Lacoste truchas”, me advierte, pero de la más alta calidad. Sin dudarlo, le compro cuatro, dos azules, dos verdes. El tipo me da la mano y me dice “siempre te veo en la tele”, lo que a todas luces es mentira, una dulce mentira navideña.
Llego al departamento y le digo a Lucrecia que he comprado cuatro camisetas muy lindas, Lacoste imitación, para que se las regale a su padre, sus dos hermanos y su cuñado, el jugador de rugby. Lucrecia mira las camisetas y me dice, indignada: “¿Sos boludo? ¿Vos pensás que le voy a regalar estas remeras pedorras a mi familia? ¿Vos pensás que somos inferiores a tu familia? ¿Vos le regalarías estas remeras truchas a tus hermanos?”. Le pido disculpas, le digo que no tengo ojo para la ropa, que si bien hago o hacía entrevistas en “Tendencia”, nunca sé qué ropa comprar, cuáles son las tendencias que debo seguir, y siempre tiendo a comprar ropa barata, usada, con tara, fallada, de imitación o en liquidación. Abatido, descorazonado, pensando que la ropa sólo trae problemas, voy a mi cuarto, me pruebo una camiseta Lacoste con el cocodrilo ilegítimo y me siento a escribir. Luego pienso (si eso califica como pensar) que quizá un escritor no debería usar nunca prendas de vestir que cuesten más de lo que cuesta un libro suyo.

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