EL PATIO AZUL

Blog del Círculo literario EL PATIO AZUL, en él encontrarás poesía de variada temática, lo social se funde con lo metafísico y aparece reflejado en una filosofía que flota en cada verso. También la narrativa se desliza breve, con talento y sensibilidad.

Monday, November 06, 2006

Recuerdos de Halloween


Por: Jaime Bayly
Cuando era niño, esperaba con impaciencia el día de Halloween por dos razones: porque se suspendían las clases en el colegio y porque mi madre me dejaba disfrazarme de la Pantera Rosa.
El disfraz era bastante chapucero y poco creíble, pero yo me sentía lánguida, elegante y despistada como la Pantera Rosa, y eso bastaba para que fuese el mejor día del año, o el más esperado en todo caso.
Mi madre, que me quería tanto, y que soñaba que cuando fuese adulto me ordenase como sacerdote para llegar con la gracia de Dios hasta el mismísimo Vaticano, no me dejaba salir a pedir caramelos por el barrio, pues le parecía peligroso e inapropiado, a pesar de que vivíamos en una colina muy bonita de casas espléndidas, a una hora de Lima, un cerro soleado todo el año llamado Los Cóndores, pero al menos me concedía la dicha de ser una tarde –y parte de la noche– la suave y sigilosa Pantera Rosa, y además me dejaba recibir a los otros niños del barrio, que llegaban disfrazados a tocar el timbre en busca de golosinas.
Había que enjaular a los perros para que no espantasen a tan encantadores y sorprendentes visitantes, a piratas tuertos, brujas pérfidas, supermanes, batmans y robins inseparables, hombre arañas, popeyes marinos, calaveras andantes, gitanas cantarinas, peter panes y toda clase de personajes fantásticos que, cuando caía la tarde, llegaban a la casa con sus bolsitas cargadas de dulces y sus sonrisas ávidas de una recompensa. Pero mi madre era única, maravillosa, impredecible, y siempre hacía cosas que no hacían las otras mamás de mis amiguitos, cosas que me dejaban pasmado y a veces un poco abochornado, sin perjuicio de la adoración que sentía por ella. Por ejemplo, hacía pasar a los niños a la sala, les preguntaba por sus papás, por sus familias, por el colegio al que iban, si ya habían hecho la primera comunión, si iban a misa los domingos, cosas así, que el hombre araña o batman y robin no esperaban tener que contestar por Halloween. Y dependiendo del aplomo y la hondura religiosa de sus respuestas, mi madre y yo les dábamos más o menos caramelitos, chocolates, galletas de vainilla y chupetines con chicle relleno. Pero mamá, antes de darles el premio mayor, los dulces tan ansiados, los hacía tomar lonche: un vaso de leche chocolatada y un plátano bien maduro. Y las calaveras, los corsarios, los muertos resucitados y las brujas desdentadas no esperaban verse en ese trance, comiendo un plátano y recibiendo de manos de mi madre una estampita amarillenta con la oración al fundador del Opus Dei, monseñor Josemaría Escrivá de Balaguer, que entonces, me parece, todavía vivía, porque había llegado hacía poco a Lima, esparciendo su palabra inflamada y dicharachera, y mi madre había corrido a verlo con el mismo ardor adolescente que yo sentía por los Menudo o por Miguel Bosé en sus pantalones rojísimos ajustados y tan prometedores.
Y entonces los niños guardaban sus estampitas sin entender nada, mientras mi madre, un amor, una santa incomprendida, les decía: -La estampita del Padre hace milagros, chicos. Les va a endulzar la vida mucho más que cualquier caramelito. Es un dulce para el alma. Y yo me sentía un poco raro de tener una mamá así, que repartía estampitas de un santito ceñudo y con anteojos por Halloween, pero no por eso dejaba de quererla, pues me parecía la mujer más buena del mundo, siempre preocupada por salvar a todas las almas y llevarlas con ella al cielo, y por eso estaba siempre atareadísima, bautizando y casando y confirmando y educando en la fe a sus empleadas domésticas, que eran muchas, y a los maridos de sus empleadas domésticas, que a veces eran más, y a los hijos de ambos y de los otros, que eran infinitos.
Hasta que un día vino a la casa a pedir caramelos un niño disfrazado de religioso, con una sotana negra como la noche de ese cerro arenoso de Lima y un crucifijo enorme colgándole del pecho, y mamá le preguntó haciéndose la inocente de qué se había disfrazado, y el niño le dijo “de cura”, y mamá muy suavemente lo riñó, le dijo “no se dice cura, se dice padre o sacerdote, cura es una palabra muy fea que ofende a Dios”, y el niño se quedó pasmado, con un caramelo en la boca a medio chupar atragantándosele, y mamá le dijo “no está bien disfrazarse de sacerdote, no es correcto burlarse así de los padres, que son representantes y ministros del Señor acá en la tierra”, y el niño no supo qué decir, cómo defenderse, y yo le pedí a mamá que le diese caramelitos para endulzar ese momento tan amargo, pero ella le dio su plátano, su vaso de leche y su estampita de monseñor Escrivá, y no le dio ni un solo caramelito o chocolate Sublime o turrón de doña Pepa o chupete bombombún, y lo mandó de vuelta a su casa a cambiarse el disfraz.
Y luego pasaron los años y dejé de usar mi disfraz de la Pantera Rosa porque ya no me quedaba y porque prefería ponerme el uniforme del Barcelona F.C. con el apellido en la espalda del Cholo Sotil, y los niños dejaron de venir a la casa porque estaban hartos del plátano, la leche y la estampita por Halloween, y entonces, como ya habían crecido y eran más rebeldes y al parecer nos guardaban algún (comprensible) rencor, nos tiraban huevos en las paredes y la puerta de calle de la casa, y pintaban cosas feas, por ejemplo “tacaños” o “locos” o “aplatanados”, y después el jardinero, el chino Mario, que era tan bueno, mi mejor amigo, se pasaba horas limpiando esas pinturas tan injustas, que hicieron que perdiese toda ilusión por esperar el día de Halloween.
Pero mamá siempre tenía las estampitas listas por si alguien venía a tocar el timbre, aunque ya nadie venía. Y ahora, un martes por la tarde, día de Halloween, tantos años después, estaba solo, en la puerta de casa, en una isla apacible de Miami, esperando a los niños disfrazados, con mis bolsas llenas de chocolates, galletas, chupetes y caramelos, extrañando a mis hijas, que estaban lejos, y honrando inexplicablemente algunas de las locuras de mi madre, pues, junto con las ansiadas golosinas, le entregaba a cada niño un plátano de regalo y me reía por dentro viendo la cara de sorpresa que ponía. Y era como volver a la infancia y ser mi madre un ratito y quererla así a la distancia y en silencio, a pesar de todo.

0 Comments:

Post a Comment

<< Home

 

Eres el visitante Número:  

Tienda