Las manos de Candela
Por: Jaime Bayly
He venido a esta casa de playa a cien kilómetros al sur de Lima no porque me guste la playa o esta playa en particular, que se llama Asia por alguna razón que me resulta esquiva, sino para evitar que venga mi más querida enemiga, mi suegra. Técnicamente, entonces, no estoy descansando en la casa de playa o disfrutando de ella, sino atrincherado, vigilante, alerta, a la defensiva y en posición de combate, dispuesto a impedir que mi querida enemiga tome posesión de esta hermosa propiedad con una espléndida vista al mar.
He venido a esta casa de playa a cien kilómetros al sur de Lima no porque me guste la playa o esta playa en particular, que se llama Asia por alguna razón que me resulta esquiva, sino para evitar que venga mi más querida enemiga, mi suegra. Técnicamente, entonces, no estoy descansando en la casa de playa o disfrutando de ella, sino atrincherado, vigilante, alerta, a la defensiva y en posición de combate, dispuesto a impedir que mi querida enemiga tome posesión de esta hermosa propiedad con una espléndida vista al mar.
Debería estar en Miami, ocupándome de mis asuntos, pero ningún asunto me parecía más urgente y literario que mantener vivo el rencor contra ella y su bienamado esposo, frustrar con una mezquindad incalculable sus planes de fin de año, librar una rápida guerrilla familiar en plena Navidad y demostrar, por si me subestiman, que soy un soldado con una misión, y esa misión es azuzar y multiplicar el odio literario contra ellos, que me echaron de su casa cuando publiqué cierta novela (El huracán lleva tu nombre), pues los odios literarios no se toman vacaciones, ni siquiera por Navidad, y tienen que ser eternos si de verdad son literarios. Estoy, por eso, solo en la casa de playa, porque ellos, mis queridos enemigos, sorprendidos por mi astucia (pues pensaban disfrutar en mi ausencia de esta casa que yo he pagado), no permiten, en represalia, que mis hijas vengan a visitarme, alegando que deben montar a caballo o tomar clases de baile o visitar a la tutora de ortografía o jugar con sus lindos primos, que han venido desde lejos.
Estar solo, como bien se sabe, tiene ciertas ventajas conocidas, por ejemplo hacer lo que a uno le dé la gana sin dar explicaciones a nadie, pero, cuando se está en una casa de playa y se pretende bajar al mar sin sufrir una insolación en la espalda, hace falta alguien que se ocupe de la tan ingrata tarea de echarle a uno protector de sol en dicha región del cuerpo. Y a eso se reduce entonces el problema de estar solo en la playa: a que no sé cómo diablos echarme protector en la espalda, y después de intentarlo con un cuchillo de cocina, con una espátula de madera, con una botella plástica de tamaño familiar y con un aerosol, me doy por vencido y me resigno a buscar a un amable vecino, curioso o espontáneo que me saque del apuro y me embadurne la espalda por fin. Es entonces cuando entra en escena Candela.
Candela es un joven bajo, de tez morena y ojos chispeantes, uniformado con una camiseta celeste y un pantalón corto azul, que se aparece en la terraza para vigilar que los motores de la piscina estén funcionando correctamente, que el agua esté en la temperatura y el nivel adecuados y que no falte una pequeña dosis de cloro para purificarla. Candela cumple su misión en silencio, se diría incluso que con calculado silencio, con admirable sigilo, porque ha sido advertido de que nunca debe perturbar la paz de los residentes de esta playa. Por eso, cuando le invito un helado de chocolate y le digo que se siente un momento a conversar conmigo, se sorprende, pero, vencida esa primera reacción de comprensible timidez, acepta la invitación y come el helado sin hacer el menor ruido. Una vez que me ha contado algunas cosas de su vida (que se llama Candela, que vive en un pueblo cerca de la playa, que tiene una hija llamada Sheyla para quien me pide un autógrafo a pesar de que la niña tiene apenas trece meses de nacida, que uno de sus sueños es tener una piscina propia y aprender a nadar), me animo a pedirle, de la manera más viril y respetuosa, que por favor me eche protector en la espalda, porque quiero bajar a la playa a darme un chapuzón. Algo sorprendido, pero acostumbrado a atender en todo lo que sea posible a los habitantes de aquella playa, Candela acepta cumplir tan innoble y peligrosa tarea, la de cuidarme la espalda de los rigores del sol.
Ahora estamos Candela y yo de pie, él en su uniforme playero, yo en un traje de baño de flores que me queda grande, y Candela abre sus manos y yo deposito en ellas sendos chorros de protector número 70, el más resistente y grasoso de todos, y luego me doy vuelta y Candela empieza a frotar sus manos por mi espalda con una seriedad y un esmero indudables. Que esto no se malinterprete, pero el momento en que Candela me masajea la espalda con esas manos recias y grasosas, curtidas por el cloro, el agua salada y el sol, es, con mucha diferencia, el más memorable de cuantos he pasado en estos días atrincherado en la playa, y así se lo hago saber con el debido respeto: -Lo haces estupendamente, Candela. Por favor, échame un poco más y no dejes ninguna parte sin protector, que odio la erisipela. -Con mucho gusto, señor -dice él, y estruja el frasco de plástico para extraer más protector 70.
Para mi mala fortuna, cuando Candela se halla frotándome la espalda ya con más confianza aunque no por ello con menos dedicación, pasan caminando frente a la terraza, rumbo a la playa, dos señoras en traje de baño y sombrero, muy elegantes, bañadas por supuesto en protector, y al ver a un muchacho uniformado sobando una y otra vez mi espalda tantas veces sospechada, comentan algo en voz baja, se persignan con estupor y una dice: -Cómo se ha maleado esta playa. Al parecer, tan pías y honorables damas han caído en el error de pensar que Candela, llevado por la lujuria, está acariciándome, no echándome loción contra el sol, y que dicho joven uniformado y yo nos hemos entregado con descaro, y a la vista de quienes deseen mirar, a las más bajas pasiones, que, como se sabe (aunque tal vez ellas no lo saben), siempre son las mejores. Pues no es así, nobles señoras de Asia: no es que ame a Candela, es que soy un hombre solo y odio la erisipela.
Candela se marcha poco después, agradecido porque le he servido bebidas y bocaditos y le he prometido mandarle saludos en el programa, y yo bajo a la playa, desafiando las miradas hostiles de las damas cuya sensibilidad he herido sin querer, y me doy un baño de asiento en las aguas heladas y arenosas del Pacífico. Y como no parece ser mi día de suerte, una ola chúcara me golpea por detrás y me desacomoda el traje de baño, y mis amigas, escandalizadas, alcanzan a capturar visualmente, en el luminoso horizonte de bufeos y gaviotas, un pedazo de mi trasero tantas veces sospechado, que, puedo jurarlo, no ha tocado ni tocará nunca Candela, aunque ellas no me crean, porque, cuando paso a su lado, bañado en agua salada, una comenta en voz baja, aunque no tanto como para que no pueda oírla: -Qué desperdicio este muchacho.
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